Chopin-profesor.
París, 1842. Place Orleans, 9. A lo largo de la temporada, desde principios de octubre hasta finales de marzo, el estudio de Chopin ubicado aquí se abría como un santuario para un flujo interminable de estudiantes ávidos de recibir su genial instrucción. El ambiente en este barrio moderno y bohemio era propicio para la creatividad, y entre sus calles habían habitado ilustres personalidades como Charles Valentin Alkan y otros artistas más o menos conocidos. No obstante, en aquel entonces, Chopin ya se alzaba como el pianista más célebre de París y el maestro más afamado de la ciudad, superando incluso las tarifas de Liszt, quien solía cobrar 20 francos en oro por hora, una suma desorbitante para aquella época.
Resulta curioso pensar que con el dinero actual, esa suma equivaldría a unos 4 zloty y 50 groszy, cifra que contrasta con los modestos ingresos de un empleado de banco, que apenas alcanzaba los 250 zlotys al año, o la vida cómoda que disfrutaba un aristócrata con 2.500 zlotys anuales. A pesar de ello, Chopin, con hasta cinco lecciones diarias, encontró en estas clases su principal fuente de ingresos, una bendición tanto para Berlioz ,como profesor y bibliotecario del Conservatorio, como para Wagner quien disfrutaban de una parte importante del flujo financiero gracias al apoyo de sus amigos y sus alumnos.
Los estudiantes que tenían la fortuna de asistir a las lecciones de Chopin eran recibidos por un sirviente, un indicio irrefutable de la extraordinaria riqueza del maestro. En aquellos tiempos, la mayoría de los músicos, al igual que en la actualidad, debían abrir ellos mismos las puertas a sus visitantes. Mientras aguardaban en el pasillo, los alumnos dejaban modestamente un sobre en la chimenea, que contenía la tarifa de la lección. Sin embargo, el traspaso de dinero no se realizaba de manera directa, pues el propio Chopin evitaba inmiscuirse en temas financieros y otras cuestiones mundanas, considerándolas igualmente obscenas y desinteresadas.
La mayoría de los estudiantes de Chopin eran jóvenes de familias adineradas, cuyo talento musical contrastaba marcadamente con su posición social. Wilhelm von Lenz, un erudito musical ruso que ocasionalmente tomaba lecciones con el maestro polaco, recordaba la maravillosa variedad de estas alumnas, “una más hermosa que la otra”, que desfilaban majestuosamente por las puertas del salón de música. No obstante, es posible que una o dos de estas “damas perfumadas con volantes” hubieran abrazado una carrera artística, de no ser por las restricciones impuestas por la sociedad de aquellos días. Entre estas destacaba Camille O’Meara, una excelente pianista que comprendía instintivamente el estilo de su maestro. Pero, lamentablemente, como señaló Liszt, Chopin “no tuvo suerte con sus alumnos”, ya que ninguno de ellos llegó a alcanzar la fama mundial como pianista, aunque algunos, como Karol Mikuli, maestro de Maurycy Rosenthal, transmitieron lo aprendido en la Place d’Orléans a las generaciones futuras.
El mismísimo Chopin depositó grandes esperanzas en Karl Filch, un niño prodigio que, con apenas trece años, inició sus estudios con él en 1842. Liszt, en tono jocoso, llegó a bromear diciendo: “Cuando este joven comience a actuar, deberé cerrar mi propia tienda”. No obstante, para ese entonces, el joven ya lidiaba con una grave enfermedad, y finalmente sucumbió a la tuberculosis en 1845, pocos años antes de la muerte de Chopin, quien también fue víctima de la misma enfermedad.
En las estancias de Place Orleans, el arte y la música se entrelazaban en un ballet armonioso, guiados por la destreza inigualable de Chopin, quien dejó una huella imborrable en el mundo de la música, incluso en los corazones de aquellos estudiantes que, aunque no alcanzaron renombre mundial, llevaron consigo la herencia de su genialidad a través de las generaciones venideras.
Después de una paciente espera en el pasillo, el alumno finalmente fue conducido al salón de música, un lugar donde la inspiración y la maestría se entrelazaban en un baile celestial. Dos imponentes pianos Pleyel ocupaban el espacio, y con una elegancia sin igual, el estudiante tomó asiento frente a uno de ellos, mientras Chopin, con su porte distinguido, se acomodaba en el otro.
El método de enseñanza de Chopin era una sinfonía de notas y melodías que llenaba el ambiente. Prefería mostrar en lugar de explicar, y así, con hábiles dedos, demostraba los fragmentos especialmente difíciles de sus composiciones. Mikuli, uno de sus discípulos, recordaba cómo algunos estudiantes apenas podían interpretar unos pocos compases durante toda la lección. Sin embargo, escuchar al maestro era un tesoro invaluable, ya que, en esencia, se aprendía de Chopin cómo tocar a la manera única y exquisita que solo él poseía.
Con cuidado y devoción, Chopin dejaba su huella en los cuadernos de sus alumnos, anotando ornamentos, variantes y ejemplos de digitación, todo en un tono amistoso y alentador. Para él, la interpretación desde las partituras era fundamental, pues consideraba que tocar de memoria resultaba demasiado mecánico. “No quiero esto”, susurraba con dulzura cuando algún alumno intentaba tocar sin partitura. “¿Vas a recitar la lección?”, preguntaba con su característico tono delicado.
Para Chopin, la esencia estaba en el cultivo de una tonalidad melodiosa y una paleta sonora rica en matices. Su fama como pianista no residía tanto en la velocidad o el poder de su interpretación, sino en su exquisita elegancia y su suave retórica. “Para tocar el piano hay que saber cantar”, repetía con sabiduría a sus alumnos, animándoles a visitar la ópera y deleitarse con las voces de ilustres cantantes como Rubini y Pasta.
Además de sus propias composiciones, el maestro alentaba a sus estudiantes a sumergirse en las obras de Hummel, Field e incluso en la majestuosidad de la Sonata n.° 26 de Beethoven, la única ajena a su repertorio. Sin embargo, en su sabio discernimiento, no hallaba tiempo para la música más “vanguardista” ni para las extravagancias virtuosas de Liszt, prefiriendo en cambio la pureza y la profundidad de la música de Johann Sebastian Bach. Para prepararse para sus propias actuaciones, no ensayaba únicamente las piezas programadas, sino que encontraba en los 48 preludios y fugas de Bach una fuente inagotable de inspiración y perfeccionamiento.
Al final de cada lección, cuando los estudiantes estaban a punto de marcharse, Chopin les solicitaba con dulzura: “Toquen Bach para mí”. Y así, en ese salón de música inmortal, los acordes del genio polaco y las notas atemporales de Bach se entrelazaban en un sublime canto que trascendía el tiempo y el espacio.
Autor: Kenneth Hamilton, Gramophone, octubre de 2010.
Traducción: Victoria Fernandez Samodaeva.